El Ritual de la Despedida de Fujimori y su eterno legado en la democracia
Félix Rojas Orellana
Antropólogo UNSCH
El funeral de Alberto Fujimori, una figura central en la historia política de Perú, no solo marcó el fin de su vida física, sino que desató una profunda reflexión sobre el legado que dejó y la cultura política que instauró. Más que un evento solemne, su despedida se asemejó a un ritual que reafirmó las tensiones políticas y sociales que han acompañado al país desde su gobierno. Este momento ofrece una oportunidad invaluable para pensar sobre el impacto duradero del «fujimorismo» y su influencia en la democracia peruana.
Transmitido en vivo por diversos medios, el funeral se transformó en un espectáculo mediático, casi como si la muerte de Fujimori fuera su última jugada para reafirmar su presencia en la política. No era solo el adiós a un exmandatario; era un símbolo de la persistencia de un proyecto político que, a pesar de los escándalos de corrupción y violaciones a los derechos humanos, sigue siendo un factor decisivo en el escenario político peruano. Sus hijos, Keiko y Kenji, encarnan el mito de los «dos hermanos»: Keiko, la líder fría y calculadora, y Kenji, más elemental y menos hábil políticamente. No obstante, ambos representan más el reflejo del legado de su padre que líderes auténticos por derecho propio.
El fujimorismo, sin necesidad de ganar elecciones, ha demostrado una capacidad asombrosa para gobernar desde las sombras, permeando las estructuras políticas y sociales del país. Aunque ha sido derrotado en contiendas clave, su habilidad para operar como una fuerza flexible y pragmática lo mantiene vivo. Su estrategia consiste en tejer alianzas con cualquier partido que le ofrezca ventaja, pero si estos aliados dejan de ser útiles, no duda en desestabilizarlos, como ocurrió con el expresidente Pedro Pablo Kuczynski. El fujimorismo no dudó en utilizar los mecanismos del Congreso para vacarlo cuando dejó de servir a sus intereses.
El caso de Kuczynski es paradigmático: inicialmente apoyado por el fujimorismo en momentos críticos de su gobierno, fue luego víctima de las mismas maniobras políticas que propiciaron su destitución. Esto revela el control que el fujimorismo sigue ejerciendo en la actualidad, no solo a través de sus representantes formales, sino también mediante líderes que, aunque no llevan la etiqueta fujimorista, replican sus prácticas y valores. Ejemplos claros son César Acuña y el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, quienes, si bien no pertenecen al fujimorismo, operan bajo una lógica similar: concentrar el poder y administrar los recursos con escasa preocupación por el impacto social o democrático de sus decisiones.
Así, el fujimorismo ha logrado algo que va más allá de las urnas: ha construido una continuidad política silenciosa que utiliza las instituciones del Estado y los medios de comunicación para consolidar su influencia. En este sentido, más que un movimiento derrotado, el fujimorismo es una corriente política y cultural que ha impregnado a otros partidos y actores, logrando que, gane quien gane, siempre gobierne su legado.
El «fujimorismo» no es solo un movimiento político; es la instauración de una cultura política caracterizada por el pragmatismo extremo, el control mediático y una narrativa antipolítica que ha distorsionado la percepción de la democracia en Perú. Durante su mandato, Fujimori convirtió la política en un espectáculo, donde la eficiencia técnica se priorizaba, aunque ello supusiera sacrificar valores democráticos y derechos humanos. Su célebre «baile del chino» en las campañas no era solo un gesto simbólico, sino una representación de cómo el populismo y lo superficial podían encubrir un régimen autocrático y mercantilista.
Aunque algunos defensores de Fujimori intentan reivindicar su figura como la de un «salvador» que liberó al país del terrorismo y la hiperinflación, el duelo colectivo no puede ocultar las profundas cicatrices que dejó su gobierno: desapariciones forzadas, esterilizaciones masivas y la construcción de un Estado extractivo y autoritario. La derecha peruana, influenciada por este legado, ha adoptado una postura antihumanista, donde el éxito económico y la concentración del poder importan más que la cohesión social.
El funeral de Fujimori reabre interrogantes fundamentales para el futuro de Perú: ¿Cómo se puede recuperar una memoria histórica justa? ¿Cómo se puede reconciliar un país fragmentado por un proyecto político tan divisivo? En lugar de una reflexión sincera sobre los errores del pasado, el ritual funerario de Fujimori es una reafirmación de la superficialidad de su discurso. Un discurso que sigue vigente sin necesidad de triunfar electoralmente.
El futuro político de Perú dependerá, en gran medida, de la capacidad de las nuevas generaciones para liberarse del peso de este legado, que ha mercantilizado la política y ha normalizado el cinismo mediático. Mientras sus hijos se posicionan como los continuadores de su obra, el país enfrenta una encrucijada crucial: ¿Es posible reconstruir una democracia genuina después de décadas de distorsión fujimorista?
Más que un cierre de ciclo, el funeral de Fujimori parece haber reavivado las tensiones no resueltas de su gobierno. Este ritual de despedida fue menos una conmemoración de su vida y más una señal de que las sombras del pasado aún persisten en el Perú, y que el legado de Fujimori continúa moldeando su política y su sociedad.